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La identidad se concibe como múltiple, inestable y performativa; se enfatiza la subjetividad y el papel del poder en su construcción.
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Con el surgimiento de las ciencias sociales, se cuestiona la idea de una sola identidad y se incorporan categorías como raza, clase y género para analizarla.
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El Estado-nación construye identidades basadas en cultura, raza y lengua. Es la época del nacionalismo y del racismo científico, que normaliza la supremacía blanca y discursos excluyentes.
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Se consolida el “sujeto moderno”, autónomo y racional. Se busca una identidad universal, separada del cuerpo y de la historia particular.
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Surgen el sujeto individual, racional y creador; se empieza a valorar la individualidad frente al orden colectivo rígido.
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La identidad se define por la participación en la polis: ciudadanía masculina, pertenencia al grupo y valoración del cuerpo masculino como ideal racional y fuerte.
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La identidad está determinada por el orden divino: Dios, Iglesia, rey y familia. Predomina la idea de obediencia y poca autonomía individual.
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La identidad depende del estatus legal, el linaje y la jerarquía imperial; la ciudadanía romana otorga prestigio y reconocimiento social.
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Se rompe la noción de sujeto único y coherente; la identidad comienza a entenderse como múltiple, relacional e histórica.
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Las redes sociales permiten narrar y construir identidades globales y cambiantes; aparece el storytelling digital como forma de presentarse.
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Las identidades se negocian en entornos digitales y se valoran identidades diversas (afro, queer, indígena, etc.), reconfigurando lo que entendemos por identidad.