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En las primeras comunidades humanas se pensaba que las enfermedades eran provocadas por malos espíritus o fuerzas sobrenaturales. Para protegerse, la gente usaba amuletos, conjuros y rituales, creyendo que así podían alejar la enfermedad.
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En civilizaciones como Egipto, Mesopotamia y entre los hebreos, la enfermedad era vista como un castigo de los dioses por pecados cometidos. Los sacerdotes eran los encargados de “curar” mediante oraciones, sacrificios o penitencias.
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En Grecia y Roma empezó a difundirse la idea de que los astros y planetas influían en la salud. Muchos creían que los movimientos de la Luna o las estrellas podían causar enfermedades o epidemias.
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Hipócrates propuso que el cuerpo estaba gobernado por cuatro humores: sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema. Si uno se alteraba, aparecía la enfermedad. Galeno reforzó esta idea y por siglos se aplicaron tratamientos como purgas, dietas y sangrías para “equilibrar” los humores.
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Durante la Edad Media y mucho después, se pensaba que los malos olores y vapores provenientes de aguas sucias, cadáveres o basuras producían enfermedades. Se hablaba de “miasmas” que contaminaban el aire y enfermaban a las personas.
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Mucho antes, científicos como Fracastoro ya habían planteado que existían “semillas invisibles” que transmitían enfermedades, aunque no tenían pruebas. Sus ideas abrieron el camino a lo que después confirmaron Pasteur y Koch.
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Louis Pasteur y Robert Koch demostraron que microorganismos específicos causaban enfermedades. Gracias a sus experimentos, la medicina y la fitopatología dieron un salto enorme, porque se entendió la verdadera causa de muchas epidemias.
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Con el tiempo surgieron nuevas explicaciones: algunas enfermedades podían tener origen genético, otras estaban relacionadas con el ambiente, la nutrición, el estrés o la combinación de varios factores. Hoy se entiende la salud de una forma mucho más amplia e integral.