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En sociedades prehistóricas, se practicaba la trepanación de cráneos para liberar demonios o espíritus malignos como explicación mágica de la enfermedad.
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En antiguas civilizaciones, como la romana, las enfermedades (incluidas en cultivos) se atribuían a la ira de deidades —por ejemplo, el dios Robigus protegía contra plagas mediante sacrificios y rituales.
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En algunas culturas, se creía que posiciones celestes (estrellas, planetas) influían en la salud, y que desequilibrios astrales podían causar enfermedades.
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Desde Hipócrates, se asumía que el desequilibrio de los cuatro humores (sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra) provocaba enfermedad en humanos y plantas, y terapias como sangrías o poda buscaban restablecer el balance.
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En la antigua India, se trataban las enfermedades de plantas con sustancias frías y dulces (miel, leche) para la bilis, y amargas o picantes para la flema; unas prácticas equivalentes a las intervenciones humoralistas en medicina.
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En 1546, Girolamo Fracastoro postuló que enfermedades epidémicas eran causadas por agentes vivos transmisibles por contacto o aire.
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En 1668, Francesco Redi desacreditó la generación espontánea con su experimento de las jarras y gusanos, introduciendo la idea de contagio real mediante organismos.
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Durante los siglos XVII-XVIII, se creía que los “miasmas” —vapores fétidos de materia orgánica en descomposición— causaban enfermedades como peste o cólera, y se relacionaba con ambientes insalubres.
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En 1705, Joseph Pitton de Tournefort clasificó enfermedades de plantas como internas o externas, una noción adoptada de antiguas tradiciones médicas y agrícolas (India, medicina egipcia), reflejando otras formas de entender la causalidad.
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En 1835, Agostino Bassi demostró que una enfermedad que afectaba gusanos de seda (muscardina) era causada por un hongo (Beauveria bassiana), anticipándose a Pasteur y Koch y sentando las bases experimentales de la teoría microbiana.