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En las primeras civilizaciones, la enfermedad era explicada a través de fuerzas sobrenaturales. En fitopatología, se creía que los cultivos podían protegerse mediante prácticas rituales, como la colocación de objetos mágicos o el uso de sustancias simbólicas alrededor de las plantas. Estas acciones no tenían fundamento científico, pero expresaban el esfuerzo humano por entender fenómenos desconocidos (Volcy, 2007).
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Con el avance de la organización social, la religión pasó a ocupar un papel central en la explicación de la enfermedad. Se interpretaba que el origen de los males se debía a castigos divinos, por lo cual los rituales religiosos y sacrificios eran considerados las formas de curación y prevención. Esta visión permeó tanto a la medicina como a la agricultura en distintos pueblos de la antigüedad (Volcy, 2007).
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En Grecia y Roma, se pensaba que los astros tenían influencia directa sobre la salud. En el campo agrícola, los agricultores seguían calendarios lunares y planetarios para sembrar y cosechar, atribuyendo la aparición de enfermedades en las plantas a desequilibrios de origen cósmico (Volcy, 2007).
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Hipócrates trasladó la explicación de la enfermedad al desequilibrio de los humores corporales (sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra). En fitopatología, por analogía, se consideraba que las plantas también podían enfermar por desequilibrios internos, lo que llevó a tratamientos basados en “restaurar” ese equilibrio con sustancias naturales como miel, leche o agua (Volcy, 2007).
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Durante la Edad Media y hasta el siglo XVIII, se pensaba que las enfermedades eran producto de “aires corrompidos” o vapores tóxicos provenientes de materia en descomposición. En el ámbito agrícola, se relacionaban enfermedades de cultivos con la cercanía a pantanos, basureros o aguas estancadas (Volcy, 2007).
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Antes del siglo XIX, ya existían observaciones que relacionaban microorganismos con enfermedades vegetales. En fitopatología, se documentaron casos en los que se aislaban hongos de plantas enfermas y se reproducían los síntomas al reinfectarlas, aunque no existía aún un marco teórico sólido que sustentara esas evidencias (Volcy, 2007).
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En el siglo XIX, los experimentos de Pasteur con fermentaciones y de Koch con bacterias como el ántrax y la tuberculosis consolidaron la teoría microbiana de la enfermedad. Sus postulados definieron la necesidad de demostrar asociación, aislamiento y reproducción experimental del agente patógeno, tanto en medicina como en fitopatología (Volcy, 2007).
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Anton de Bary fue pionero en establecer la relación directa entre un patógeno y una enfermedad vegetal, demostrando que los hongos podían ser agentes causales. Sus estudios inauguraron la fitopatología moderna, creando clasificaciones etiológicas (bacteriosis, micosis, virosis) que siguen vigentes (Volcy, 2007).
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Se demostró que los hongos no son un efecto secundario de las enfermedades en las plantas, sino que actúan como su causa principal. Asimismo, se identificó que afecciones como el achaparramiento y la marchitez pueden originarse por toxinas liberadas por distintos hongos patógenos. (Volcy, 2007).
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Con la consolidación de la microbiología, se discutió el concepto de causa necesaria y suficiente. En fitopatología, se reconoce que no solo el patógeno determina la enfermedad, sino también factores ambientales y del huésped que interactúan en un sistema complejo. De esta forma, la visión causal pasó de ser lineal a sistémica (Volcy, 2007).