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En culturas antiguas como Mesopotamia, India, África y América, la enfermedad se atribuía a demonios o espíritus malignos. Se practicaban rituales como la trepanación de cráneos para “liberar” al enfermo de las fuerzas que lo poseían. La figura del chamán o curandero era central, pues se le consideraba capaz de comunicarse con estas entidades y emplear amuletos, conjuros o prácticas mágicas para sanar.
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En Mesopotamia, enfermedades de plantas como “samana” (probablemente roya de la cebada) y “mehru” (deformación de granos) eran combatidas mediante ofrendas y conjuros a dioses como Ninkilim. Estos rituales buscaban protección desde la germinación. La agricultura y la religión estaban profundamente ligadas, y las dolencias vegetales se interpretaban como castigos divinos que podían ser revertidos con devoción.
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Los agricultores indios recitaban conjuros para alejar enfermedades, mientras en China se invocaban deidades protectoras de origen real. En Roma, dioses como Ceres, Flora y Robigus recibían festivales anuales para prevenir plagas. En Mesoamérica, deidades como Tlaloc y Yum Kaax regulaban la lluvia y las cosechas. Estas prácticas buscaban asegurar la salud de los cultivos a través de la intermediación espiritual.
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Hipócrates planteó que la salud dependía del equilibrio entre cuatro humores: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. El desequilibrio causaba enfermedad. En plantas, teorías similares proponían que el viento, la bilis y la flema causaban males. Los tratamientos seguían la “ley de los opuestos”: aplicar sustancias frías a enfermedades “cálidas” y viceversa, buscando restaurar la armonía interna.
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Se creía que las posiciones planetarias influían en la salud de humanos y plantas. Durante la peste negra, la conjunción de Saturno, Júpiter y Marte fue señalada como causa de la epidemia, al producir “gases nocivos” que afectaban el corazón y los pulmones. También se consideraban las fases lunares para tratamientos como la sangría y para explicar enfermedades agrícolas como la roya de la cebada.
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Bajo la visión supersticiosa, la peste negra fue vista como consecuencia de fuerzas maléficas, precedida por fenómenos extraños como lluvias rojas, huracanes y terremotos. Estos eventos se interpretaban como señales del aire y la tierra que anunciaban la catástrofe. La enfermedad se propagó con rapidez y causó millones de muertes, reforzando la creencia en presagios y poderes ocultos como origen de las epidemias.
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Basados en ciclos lunares, los agricultores establecían fechas de siembra, poda y cosecha para prevenir enfermedades y mejorar el rendimiento. Se pensaba que ciertas fases lunares influían en la aparición de plagas y hongos. En casos como la roya de la cebada, se atribuía su intensidad a la coincidencia con luna llena o a la humedad generada por el “calor astral” que afectaba el grano.
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Antes de ellos, fitopatólogos como Duhamel du Monceau (1728), Prévost (1807) y De Bary (1866) ya habían demostrado que hongos eran responsables directos de enfermedades vegetales como la caries del trigo o el tizón de la papa. Sus experimentos incluyeron aislamiento del patógeno, inoculación en plantas sanas y observación de síntomas, anticipándose más de un siglo a la microbiología médica.
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Sostenía que la enfermedad provenía de vapores fétidos liberados por materia en descomposición. La malaria se atribuía a miasmas de pantanos, y se popularizaron medidas como filtros y aromas para “purificar” el aire. En agricultura, se pensaba que vapores de ríos y pantanos causaban enfermedades externas en plantas, afectando su floración y rendimiento, especialmente en climas cálidos y húmedos.
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Se introdujo el concepto de causas predisponentes (características del hospedero que aumentan su susceptibilidad) y determinativas (factores ambientales como clima y suelo). Este enfoque dio origen al triángulo epidemiológico, que explica la enfermedad como resultado de la interacción entre hospedero, patógeno y ambiente, idea que ya había sido sugerida por Hipócrates en relación con el clima y las estaciones.
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Louis Pasteur demostró experimentalmente que microorganismos específicos podían ser causa necesaria y suficiente de enfermedades, como en el ántrax. Robert Koch formuló sus famosos postulados, estableciendo criterios para confirmar la relación entre un microbio y una enfermedad. Esta teoría rompió con siglos de superstición y permitió el desarrollo de diagnósticos y tratamientos científicos precisos.